Opinión


Ni negro ni blanco


Últimamente el tema del maltrato de género ha vuelto a inundar los medios pero desde una perspectiva diferente a como venía tratándose. Desde hace algunos años la conciencia social ha condenado con dureza este tipo de agresiones de tal manera que cada día se divulgaba un nuevo caso de “violencia de género” en la pantalla del televisor o en las columnas de un periódico. Los medios se alzaron con el estandarte de la defensa a este colectivo de víctimas denunciando cada suceso. Sin embargo, y tras todas las duras recriminaciones, sorprende ahora comprobar la respuesta de una parte de la justicia. En un mundo envalentonado por las declaraciones exaltadas del cuarto poder choca la supuesta debilidad demostrada en ciertas sentencias a la hora de condenar a los agresores.

Estos días se ha venido observando inverosímiles sentencias que exoneraban o reducían la pena de hombres juzgados por delitos de género. El caso más sorprendente, por su tono jocoso, ha sido el de la Audiencia Provincial de Murcia donde el  juez Juan Del Olmo anuló la condena de un año al hombre que había llamado “zorra” a su mujer. Según el magistrado esa palabra no se trata de un insulto sino que resalta la astucia de la persona a la que va dirigida. No obstante, este no es el único fallo que ha despertado polémica. Del Olmo también revocó 15 condenas por maltrato con ejemplos como sancionar a 90 euros a un individuo por una agresión en la calle o a 20 a otro acusado de haber pronunciado amenazas de muerte. 

El último suceso de estas características ha sido protagonizado por el Tribunal Supremo, el cual ha reducido la pena a cinco años a un hombre que intentó matar a su esposa tres veces. En el primer intento, en el año 2005, el sujeto, había ofrecido 10.000 euros a un extranjero para que acuchillara a su mujer. Por este delito fue condenado a cinco años y ocho meses por la Audiencia Provincial de Ciudad Real. Tras lo cua,l y mientras convivía con la víctima, comenzó a envenenarla hasta que fue ingresado en prisión. Una vez allí propuso a su compañero de celda que diera muerte a su esposa durante un permiso penitenciario. Ahora el máximo órgano de justicia ha decidido rebajar la pena de este individuo porque considera que padece un trastorno obsesivo incontrolable tras un accidente que sufrió en 2002. 

Mientras tanto, en Estados Unidos, una mujer ha sido absuelta tras disparar 11 balazos a su marido. Un jurado neoyorquino considera que Barbara Sheehan actuó en legítima defensa al descargar todas las balas de dos revólveres en el cuerpo de su esposo. Tanto los hijos como la susodicha afirmaban que la situación ha sido una consecuencia del carácter agresivo de la víctima. Sin embargo, cabe destacar que unos días después del suceso Sheehan acudió a una compañía para cobrar el seguro de vida de su marido sin detallar las circunstancias de su muerte.

Incongruencias como estas nos llevan a plantearnos qué debemos hacer a continuación. ¿Exonerar a personas acusadas de maltrato o matarlas? La temática se ha estirado tanto que ha llevado a la justicia a deliberar de la forma más caótica posible. Cogiendo los extremos por bandera se ha pasado de casi perdonar al acusado a decidir que su muerte no trae ninguna consecuencia. El problema de la violencia es un tema serio que afecta un colectivo de personas las cuales deben ser ayudadas sin ningún resquicio de duda. Pero entre justificar al agresor u optar por la sobreprotección de la víctima hay una amplia gama de grises.

Tamara Criado Gómez


Sobreprotección y burka, una cuestión de Estado

Hace una semana, en este mismo blog, se daba la noticia de que una mujer francesa – musulmana de religión – anunciaba la intención de presentarse a las elecciones presidenciales francesas de 2012. La clave de esta noticia, ya que el sistema de partidos francés es técnicamente mucho más amplio que el español, es su intención de llevar el niqab como bandera de su campaña. Este anuncio reabre heridas – en el ámbito religioso -todavía no cicatrizadas y que se adentran en la historia francesa hasta la época de su Revolución.

No hace mucho tiempo se escuchaba entonar al presidente Sarkozy: “El burka no es bienvenido en Francia”. Duras palabras las expresadas por el mandatario francés, ante los diputados y senadores reunidos en Versalles, apenas unos días después de que el Gobierno aceptase estudiar una norma que impidiera el uso del burka y derivados en Francia. Más cerca todavía, exactamente el  11 de marzo de 2009, entraba en vigor la ley que prohíbe el uso de cualquier velo integral en los espacios públicos. Una legislación controvertida, polémica, cuestionada… llámenla como quieran. Pero que no reúne todos los requisitos de la “libertad individual” que toda constitución democrática y moderna debe reunir. Y más en la Francia de la “Liberté, Égalité, Fraternité”.

Estudiando la historia del derecho eclesiástico francés, nos encontramos ante un mínimo común múltiplo que se cumple en todas sus constituciones: el laicismo. Ante la avalancha de términos que nos inunda el cerebro cada vez que el tema “religión-Estado” salta a la palestra, queremos hacer una breve síntesis de los mismos, para ahorrar disgustos y malentendidos:
·         Laicismo: valoración negativa de lo religioso por parte de, en este caso, el Estado.
·         Laico: no religioso.
·         Laicidad: el reconocimiento de la libertad de creencias para todos los ciudadanos por igual.

Expuesto esto, y apuntando hacia el objetivo de este editorial, es lógico que se plantee el problema de la intrusión en la libertad individual de esta nueva ley.
El sistema jurídico francés considera que lo religioso es “un asunto privado” y no puede tener ninguna trascendencia pública. De esta base deriva la Ley de Separación de 1905, que en su artículo 2 establece la no subvención de los gastos de ningún culto. También el régimen fiscal rema en el mismo sentido: se considera a las confesiones como sociedades benéficas o culturales. Tampoco existen, como en otros países como España o Italia, acuerdos de cooperación con las confesiones – en los que normalmente se conceden privilegios a las mismas. Por tanto, la separación entre el Estado y las confesiones religiosas en Francia es, casi por completo, absoluta.

Pero con la ley que prohíbe el uso de cualquier velo integral en los espacios públicos, se ha dado un paso más. Y no en el sentido laico de la palabra, sino en el sentido de la “sobreprotección estatal”. 
Esta sobreprotección estatal se puede definir, y así lo hago sin pudor, como una serie de normas que, en virtud de la igualdad/seguridad/economía y un larguísimo etcétera, reducen de algún modo la libertad del individuo. Los ejemplos son, cada día, más evidentes: ley estadounidense de primacía de la seguridad frente a los derechos y libertades, la ley de secretos oficiales española, la inserción de cámaras de seguridad en espacios públicos, la obligatoriedad del cinturón de seguridad de los coches…

El paternalismo estatal – un término especialmente designado por los juristas, que ofrece un sentido positivo a esta circunstancia – limita la libertad individual a través de mecanismos jurídicos que intentan imponer el poder del Estado sobre el poder del pueblo. Lo que hace unos años parecía ficción, la implantación de cámaras en sitios públicos – 1984 George Orwell, hoy es una realidad sometida a la “excusa” de la seguridad.

En este punto se encuentra la, mil veces mencionada en este artículo, ley francesa. Impone la prohibición de un signo religioso en virtud de” la libertad y de dignidad de las mujeres", palabras de Sarkozy. Cierto es que prendas como el burka o el niqab son degradantes para el ser humano. Pero cierto es también, que la cultura no debería ser regida por el derecho más que en los casos de conflictos. Muy atrás parece quedar una de las razones, por no decir la razón, del nacimiento del derecho: mediar en conflictos entre dos o más sujetos. O siendo más claros todavía: “mi libertad acaba donde empieza la del otro”, que tantas veces nos recuerdan en la escuela. 

Es muy occidental aquello de entrometernos en otras culturas para intentar “mejorarlas”. Desde el humilde punto de vista del escritor, el Estado y el derecho ha de tener un papel importante en las relaciones entre los individuos y un papel terciario en la libertad del individuo: proporcionándola individualmente y solo delimitándola cuando entra en conflicto con la de otro ser humano.

Carlo Marella